El río fue testigo

Por Álvaro Jiménez Guzmán

En El río fue testigo, la primera novela del escritor colombiano Ángel Galeano Higua, se inicia el viaje de una pléyade de hombres pero con retorno forzoso. Leonardo, alter ego del autor, imprime en esta obra la saga de un puñado de hombres y mujeres jóvenes que, con epicentro en Magangué, se interna en las montañas del Sur de Bolívar para estampar la impronta de lo que hubiera podido ser el paradigma de un nuevo país. Al iniciarse la novela, Leonardo, el personaje principal, le escribe a Berenice con profundo sentimiento y amarga frustración, amiga legendaria de su “otro intento anterior de la utopía”: “A esta hora me rodea un silencio extraño, como si el mundo resollara hastiado. El cerco se ha cerrado y no sé si alcanzaré a salir con vida. Mucho de mí ha quedado enterrado aquí, junto al río, y mucho también ha entrado a formar parte de mi ser”. Antes de que el cerco se cerrara, habían empezado a construir un sueño con la pujanza de una juventud que no paró mientes en los riesgos para la construcción de un país atravesado por las hordas fascistas dispuestas a negar toda forma de vida, excepto la de su propio laberinto.

La cooperativa de los campesinos de la Serranía, en una región secularmente olvidada por el Estado y construida con mística para la defensa de la producción agrícola, constituye el cimiento primigenio de un embrión revolucionario. En torno a esta gesta, El río fue testigo entreteje con lenguaje sencillo y fuerza poética la epopeya de unos hombres de la ciudad que se funden con otros hombres del campo, a quienes enseñan y de quienes aprenden, en una entrega abnegada y total. Todos los conflictos del país también afloran en ese escenario, que el autor, en su intento por sacar una realidad de otra, articula en una estructura circular y coherente, en pretérito y un narrador en tercera persona. Proyecta así, a través de capítulos cortos y amenos, en 420 páginas, un nuevo modelo en pro de una utopía libertaria. Leonardo, a través de su periódico y su inseparable máquina fotográfica-con la cual hace una permanente disección gráfica del espacio y de su historia-, va registrando paso a paso, de manera meticulosa, aquella gesta de hombres y mujeres, de pueblos y veredas abandonados a su propia suerte casi desde que se fundara la república. Leonardo, en su oficio de reportero al servicio de su pueblo, no sólo captura “las expectativas y los gestos” sino que quisiera “captar también los pensamientos” de sus protagonistas. Es una auténtica construcción de memoria colectiva alrededor de necesidades milenarias, soluciones rigurosas e ilusiones de largo aliento. Son el objeto de una lucha mancomunada que muestra un posible camino de bienestar y redención.

Pero todo desaparece “entre el humo de la pólvora guerrillera y la sangre de los dirigentes campesinos”. Leonardo había de recordar-así como el coronel Aureliano Buendía recordara los cien años de soledad de Macondo ante el pelotón de fusilamiento-los tres lustros de trabajo denodado por sacar a flote la lucha de todo un pueblo cuando pisó el papel de la amenaza de muerte como “si se hubiese parado sobre una serpiente venenosa”, al entrar a la oficina del periódico, doblándose así el dogal para la asfixia final.

En El río fue testigo desfilan los primeros colonos desplazados de la Serranía por la violencia guerrillera. Respiran las calles del Puerto repletas de vida de los vendedores tempraneros. Serpentea la majestuosidad del Río Magdalena sembrado de los rostros de los campesinos de la selva, en medio del vuelo recurrente de las garzas sobre una naturaleza exuberante. Vibra el entusiasmo de los últimos hombres y mujeres que se descalzaron para cambiar a una región y a un país. Se sufren los asaltos de los terroristas a las embarcaciones de las brigadas de salud y a la biblioteca ambulante. Se difunde la alegría por los vericuetos de la Serranía cuando el autor de Cien Años de Soledad obtuvo el Premio Nóbel de Literatura. Se agitan embelesados los bailadores del “chandé” cuando elevan al cielo su profundo lamento “¡Eleleee  lelaaa!” con su coro “Mamita llora”: es el canto de las mujeres que lavan ropa en el río al tiempo que fuman sus tabacos al revés. Se perfilan las trapisondas de los burócratas del municipio y se llora por los atropellos de la policía. Trasciende la torva manipulación política de los terroristas a la inocencia juvenil en el proceso de adoctrinamiento. Sufre Leonardo los altibajos en su lucha por sacar adelante el periódico. Palpitan las historias en torno a la organización para la celebración del Día Internacional del Trabajo. Irrumpen las emboscadas aleves donde mueren Luis Eduardo Rolón y otros descalzos mártires dedicados a la cooperativa. Se revela la dimensión política y humana de Francisco Mosquera cuando rechaza la acción de Genaro y Rafael porque estos le dieron muerte a uno de los hombres de los grupos armados en pretendida defensa propia: “No podemos hacer justicia por nuestras propias manos…En qué quedamos convertidos? En todo lo que quieran, menos en lo que queremos ser, nuestros sueños quedan enterrados y le habremos fallado a nuestros hijos y a los demás compatriotas que esperan una luz en esta noche tenebrosa”…En fin: en El río fue testigo se respira tanta vida, hay tantas verdades y lecciones, que el hecho de que aquellos hombres y mujeres tuvieran que abandonar la Serranía, no sólo a ellos se les “cercenó de un tajo todas las ilusiones”, sino que se le cerró el cerco a una región y a un país: la oscuridad derrotó la utopía de un paradigma libertario, dentro de una ficción superada por la realidad.