marzo 2019


Los niños de Aquitania

Ángel Galeano Higua

(Ejercicio)

UNO

Patean la pelota en las ruinas del atrio, mientras que en la parte de atrás de lo que queda del templo, un hombre y una mujer, con las manos amarradas, esperan.
Al tiempo que los chicos tejen el sueño de un gol, un hombre de camuflado cubre los ojos de la pareja con un trapo. Antes de que el mundo desaparezca de su vista, ambos aferran su mirada a la montaña que vinieron a conocer y no alcanzaron. Saben, pero no quieren creerlo, que entre ese paisaje y sus sueños tres hombres en posición alistan sus armas.
De repente, la pelota rueda sin que ningún niño intervenga. Están paralizados. La descarga los ha sorprendido. Las primeras en reaccionar son las niñas, que huyen asustadas. Despavoridos, las siguen los chicos. La pelota se detiene solitaria entre los guijarros.

DOS

El camino de llegada fue un largo reguero de advertencias. Amanecía. Ningún conductor quería llevarnos monteadentro. Cuando les indicábamos el destino se echaban atrás. Por allá no vamos, decían. Pagamos por anticipado, tres veces más del costo, a uno que llamaban “El temerario”, nombre que había hecho plasmar con letras azules en la parte superior del parabrisas.

Los niños de Aquitania, tres ejercicios literarios de Ángel Galeano Higua

Hablaba poco y conducía con rudeza. Llevaba sombrero aguadeño y poncho al cuello. Del espejo retrovisor colgaba una miniatura de carriel. Eran 43 kilómetros de viaje por una carretera destapada, empinada y angosta. En el puesto de adelante se sentaron Mirta y Fabiola, las dos compañeras con quienes yo iba. Al cabo de unos quince minutos, en un recodo, dos campesinos le hicieron señas al conductor que se detuvo para que subieran. Se saludaron como viejos conocidos, pero luego guardaron silencio. No habíamos avanzado mucho cuando apareció, a la vera del camino, un automóvil chamuscado, humeante aún. Mirta preguntó qué había pasado, pero nadie respondió. Cuando intentó tomar una fotografía, el conductor le recomendó no hacerlo. ¿Por qué?, insistió ella. Lo mejor es que tampoco pregunte nada, le dijo.
De ahí en adelante el silencio fue la norma. La mañana estaba fresca y sin indicios de sol. Pasamos frente a una casa con el techo aplastado, sus puertas carbonizadas y agujereados sus muros, ahumados, blasfemados también con siglas pintadas de rojo. La miramos sin chistar palabra. El motor del carro tosía esforzándose en una pronunciada subida. A poco, en una breve explanada, varias personas hicieron detener el carro para que las llevaran. ¿Hasta dónde van? Hasta la casa de los Domínguez… Suban. Y el interior del carro se oscureció con tantos pasajeros, los que no cabían treparon en la capota y otros se agarraron de donde pudieron. Todo lo hicieron sin hablar.

TRES

En un sótano oloroso a humedad, oigo el silencio de los niños que me miran. Esperan algo de mí. Leo en sus ojos muchas preguntas, pero primero tendremos que permanecer quietos y callados, esperando. Sí, esperando sin querer oír, con la respiración queda, aguardando a que llegue el dolor que viene arrastrándose desde atrás del muro, espalda de todos los martirios. También llegamos aquí furtivos, guiados por los niños, mis compañeras de la comisión y yo. Sígannos, nos dijeron, llevándose el índice a los labios cuando descendimos del jeep. Y con señas: ¡Por aquí, pronto, agachados!
No hablamos pero estamos sintonizados, como peregrinos del mismo camino. Ellos nos observaron ocultos en sus pequeñas trincheras. Sabían que vendríamos y nos esperaron parapetados y en silencio.

CUATRO

Desde la claraboya, un pequeño vigía observa lo que sucede afuera, en la plaza, ese rectángulo sin hierba colindante con el atrio. Puede ver las puertas de la iglesia, inservibles desde hace varios años, que se desgonzan desteñidas y desvencijadas.
Trajimos nuestros libros de cuentos para leerlos en voz alta, pero las circunstancias no lo permiten y tenemos que leer como si nosotros fuésemos los delincuentes que tuviéramos que actuar a escondidas. Cuando los niños ríen, gracias a las aventuras que susurramos, ahogan la alegría con la mano sobre la boca. Al cabo de una enmarañada y deliciosa trama, tomamos un refrigerio. Mastican con parsimonia y beben la limonada sin hablar. Luego, como un ritual de sobremesa, patean la pelota en un rincón, sin hacer ruido, con la precisión propia de quien ha aprendido a hacerle quites al peligro.

CINCO

Los pequeños centinelas se relevan. Termina la pausa. Entre todos recogemos los platos y vasos de cartón, las servilletas y los cubiertos de plástico en una bolsa para llevarla con nosotros. Volvemos al ruedo sentados en el piso. Ahora vienen los ejercicios de escritura. A cada uno le corresponde un cuaderno, un lápiz y un sacapuntas. Escriban lo que quieran, les decimos. Nos miran pero no nos ven, lo que sus ojos persiguen es algo para contar. ¿Aunque no sea verdad?, pregunta una chica. Sí, no importa, déjense llevar por la imaginación, ya se verá qué es verdad. ¿Podemos acompañarlo con dibujos? ¡Claro que sí! Unos se tienden en el piso donde apoyan el cuaderno, otros se recargan en los muros, y poco a poco el sótano se llena de silencio, de ausencias, de viajeros, de historias que los niños atrapan y acarician.

SEIS

¡Casa de los Domínguez!, gritó el conductor y el jeep se detuvo. Descendieron todos los campesinos y se dirigieron allí. Se veían más personas dentro y en el corredor. Si quieren pueden bajar y estirar las piernas, nos dijo el conductor. Sí, vamos a tomar tintico, exclamó Fabiola, entusiasmada al ver tantas personas reunidas tan temprano. Yo necesito entrar al baño, agregó Mirta.
Intenté conversar un momento con el conductor, pero se mostró huidizo. Permaneció afuera, fumando. Cada paso que dábamos hacia la casa nos acercaba a un ambiente extraño y silencioso. Fabiola insistía en tomar tinto y, aspaventosa, entró en la vivienda frotándose las manos por el frío. De repente, se detuvo en seco. Por encima de su hombro atisbé, buscando la causa de su frenazo. En el centro del salón, sobre el amplio mesón del comedor, tres cuerpos yacían boca arriba, las ropas ensangrentadas, las manos destrozadas… Alrededor, pegada la espalda a las cuatro paredes, hombres y mujeres permanecían en guardia, quietos, balbuciendo un dolor profundo, sin lágrimas ni dramatismos, como debió ser el duelo en los inicios de la humanidad. El deseo del tinto y la necesidad de ir al baño se convirtieron en náuseas, en vértigo, en aturdimiento. Mirta y Fabiola salieron, trastabillando, a vomitar en un costado de la casa. Yo quedé clavado allí, en el umbral del salón, atrapado en otra dimensión.

SIETE

Dicen que no podemos quedarnos a dormir. Que debemos marcharnos a hurtadillas, tal como llegamos. Mirta y Fabiola quieren salir de inmediato. Ni siquiera almorzaron por el impacto que les causó esta comisión. Los niños nos conducirán hasta el carro en el momento oportuno. Mientras tanto tomamos fotografías del grupo. Para nuestro solaz sonríen y hacen bromas. Nos piden que nos hagamos con ellos para una foto. Mirta busca dónde ubicar la cámara, acciona el temporizador y se apresura para quedar incluida en el recuerdo.
El jeep ha permanecido estacionado frente a la fonda arriera y el conductor nos espera jugando dominó con otros parroquianos, fumando y tomando tinto. Le prometimos un pago extra por esa espera. En la misma mesa del juego le sirven el almuerzo.

OCHO

Han dejado de patear la pelota. Largo rato permanecen inmóviles, fija la mirada en el horizonte colmado de montañas por donde saben que corre un gran río. La pelota, desgastada y con un par de remiendos, ha quedado abandonada.
Deambulan silenciosos y cabizbajos. El eco de la descarga se aleja por la cordillera, pero ellos lo seguirán oyendo por siempre. Una mujer corre desesperada, con los brazos extendidos hacia adelante, grita un nombre, se dirige hacia el muro maldito donde una explosión de sangre fresca ha salpicado aún más el infame sudario. La siguen varios hombres y mujeres, tienen la mirada furiosa e impotente, murmullan lamentos. También se suman los niños, como limaduras de hierro atraídas por un poderoso imán. Corren en delirante romería, quieren llegar a tiempo para ver cómo se esfuma la vida.

NUEVE

Ahora sólo vamos nosotros en el jeep que avanza despacio porque vienen más personas por el camino, serias, adustas. Cumplen una terrible cita que les roba algo de muy adentro. Siento una vergüenza nueva, como si al emprender el viaje de regreso estuviese traicionándolos. Me corroe la idea de que debiera quedarme compartiendo su dolor, entregándoles mi consuelo, o trayéndolos conmigo, convencerlos de que abandonen ese infierno. Mientras me agobian estos pensamientos, el jeep rueda a trompicones por la carretera.

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Nota: Hace poco más de diez años fundé el Grupo Literario El Aprendiz de Brujo, junto con varios lectores inquietos que deseaban incursionar en el aprendizaje de la escritura creativa. Nunca había leído ninguno de mis ejercicios, Los niños de Aquitania, es el primero que leo en las sesiones del Grupo, lo que constituye para mí un honor. Lo leí tanto en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, como el que sesiona en la Corporación Otraparte de Envigado. Este ejercicio ha sido incluido en la bella Colección El Aprendiz de Brujo y ya está en circulación.