Don Quijote sigue siendo el rey

Ángel Galeano Higua

Don Quijote, el de la mancha en la armadura, sintió cómo el calor le pesaba mil veces más que el yelmo y le dijo a Sancho: éste es el infierno, a lo que respondió Sancho: señor, este no es el infierno, es Magangué. No discutamos sustantivos, Sancho, que para el caso es lo mismo. Los dos sudaban a goterones y las bestias que montaban resoplaban escandalosamente y las patas les temblaban a cada paso. Sancho se había quitado la ruana cuando pasaron por Cartagena y se le veía la camisa amarillenta y sucia. Pero lo que más se le notaba a Sancho era la panza.
Allí aterrizan los pájaros metálicos, dijo Don Quijote señalando con su lanza los residuos del aeropuerto. Según leí en Alcalá, esos pájaros de aquí llevan en sus plumas hierbas cuyo humo es más peligroso que los turcos. Cuídate Sancho de este imperio, no fumes esos pestilentes cigarros pues se te sala más la mollera.
Y así caminaban hasta que Rocinante dijo no doy un paso más y con su relincho se escurrieron sus patas como si fueran de gelatina. Don Quijote cayó a tierra pero con todo y golpe no soltó ni lanza ni escudo. El jumento de Sancho, el de la panza, rebuznó solidario y también dobló sus extremidades arrojando al gordo jinete al suelo. ¿Ahora, qué hacemos?, preguntó Sancho, empolvado. Para empezar, contestó el flaco de la lanza, declaremos ilegal su movimiento de pies caídos y luego démosle rejo. Pero Señor, así menos caminan. Es que después del garrote les damos agua, contestó Don Quijote, el de la mancha. Ojo con el galicado señor, alertó Sancho. No me incomodes en estas circunstancias, respondió Don Quijote, o ¿es que eres de la Academia?. Señor, ¿me cree tan bruto? Sancho estaba un poco disgustado. Insistió Don Quijote en que lo mejor era levantar las monturas a golpes. Así es como lo hacen en este imperio Sancho, según lo leí en los libros y periódicos que escriben unos locos. Nunca le he pegado a Rocinante, pero este clima me embrutece. Señor, no creo que sea el clima y en cuanto a esos tales libros que escriben unos locos, no hay que pararle bolas. No hables así Sancho, que te tiras el lenguaje y más bien ven, ayúdame a levantarme que ésta tierra quema. Así hizo Sancho, el de la panza, y se dedicaron luego a moler a golpes a los dos animales que resollaban tendidos en el suelo, pero que al recibir los primeros trancazos se rebotaron y arremetieron contra sus amos dándoles coces una y otra vez, hasta tumbarlos, huyendo hacia Camilo sin importarles dejar a sus jinetes tirados y adoloridos. Esta es obra del mago Frestón, refunfuñó Don Quijote. En verdad no es bueno lo que hacíamos, chilló Sancho.


Parémonos y vayamos a buscarlos, ordenó el del yelmo. Se pusieron de pie como pudieron y ya, al atardecer, cuando el sol se tornaba rojizo y teñía todo, alcanzaron a Rocinante y al rucio cuando bebían agua del pozo que hay detrás de la iglesia de Camilo. Conciliaron y así fue como colgaron sus hamacas de los cañahuates con tan mala suerte que los zancudos les dieron tremenda muenda. Amanecieron hinchados y a Don Quijote se le metieron en el yelmo y le chuparon el rostro hasta más no poder.
Al día siguiente, Rocinante y el burro se quejaron con sus bostezos, de que en estas tierras no hubiera siquiera pasto. Cuando vieron que el sol trepaba, rojizo como el atardecer, allá en Magangué, arrancaron los2 cuatro detrás de un bus de Sotramag rumbo al puerto. Pasaron por el barrio Pastrana y vieron el Estadio con su techo de zinc destartalado; luego el cinema con sus anuncios enlatados y clichesudos y el retén con su dejación; a la derecha percibieron la fantasmal construcción del Idema con sus terrenos desolados. Parece un molino de viento, comentó Don Quijote. Pasaron antes que el bus por la Florida y San Martín y vieron sus calles de polvo; al otro lado de la vía divisaron el camino de palmeras de la mansión del Obispo y recordaron la España feudal. Por fin llegaron al parque de las Américas y Don Quijote exclamó: qué tan mentirosos! yo leí que esto era un parque, que dizque era una belleza de no sé cuántos millones y que había sido inaugurado y bendecido el 20 de Julio. En verdad señor, expresó el de la panza, esto no parece parque, más parece chiquero. En eso vieron la gran nube polvorienta que levantaba el bus que hasta ahora los alcanzaba y Sancho preocupado recordó la batalla que Don Quijote había tenido con las ovejas y para distraerlo le dijo que fueran a la alcaldía donde, de pronto, los recibirían bien aunque las elecciones ya habían pasado y además, quizás, les darían desayuno. Así fue, se dirigieron a la tal alcaldía pero cuando pasaron frente a la cárcel, Don Quijote se desmayó por la oleada de mal olor que de allí salía. Sancho alcanzó a aliviar la caída del caballero y le quitó el yelmo como pudo, descubriéndole los moretones e hinchazones de los zancudos. Estaba pálido pero reaccionó al momento. Alejémonos pronto de aquí, dijo el de la mancha, huele a podrido; acaso huela así la alcaldía. A los pocos pasos Don Quijote sintió un nuevo olor. Sancho, le dijo, ¿no sientes ese nuevo olor? Es la ciénaga señor, con sus peces de basura, respondió Sancho. No, hombre, es un olor distinto, muy especial. Debe ser la panadería. Tampoco Sancho, tampoco. Vamos tras él, sigamos su rastro, dijo y como un perro amaestrado, de cacería y oliendo el aire, se dejó llevar por el presentimiento de su olfato. Olió las paredes, los postes, la ferretería, se detuvo un momento en las oficinas del acueducto y más agitado a cada instante, llegó al local siguiente. Por fin, por fin! gritó feliz sonriendo por vez primera. Aquí es, dijo y con lanza y escudo, se hizo poner nuevamente el yelmo y trepó sobre las costillas de Rocinante que sonreía de ver sonreír a su amo. Sancho arréglate la pinta, ponte digno y límpiate las manos, métete la camisa y móntate en tu borrico, abre tu mollera y afila la vista que vamos a entrar al sitio más sagrado e importante de esta ardiente comarca. Hay gente adentro señor, dijo Sancho, el de la panza. Son casi niños los que hay. ¿Y que tiene?, hazme caso Sancho, ésta es una cuestión de vida o muerte. O nos metemos o nos absorbe la rutina del mago Frestón, que en este imperio debe ser made in usa. ¡Por Dios!, protestó Sancho, ¿cómo puede usted expresarse así? Entremos Sancho, entremos…
Hízole caso el escudero y los cuatro ingresaron por la ancha puerta. Revisaron el fichero, miraron los carteles y avisos de la pared. Falta una cartelera, señor. Mira Sancho, dijo Don Quijote, aquí dice cómo llenar la ficha para pedir un libro. Cierto Don Caballero y éste habla de la ingeniosa Cien años de soledad. Observa éste afiche del Sur de Bolívar. ¡Uff!, ¿cómo podrán leer éstos jóvenes aquí, si faltan ventiladores?, preguntó el de la mancha. Es pequeño el recinto señor, no caben muchos lectores y faltan sillas… Vamos a los libros Sancho, es lo importante.


Y fueron a los estantes. Hay una enciclopedia señor. ¿Una no más Sancho?. Tienen diccionario, señor. Sí, Sancho, siempre debe haber uno, pero hay que tener mucho cuidado, a veces enredan. Señor, de lo que más hay es de política y de religión. ¿De cuál política Sancho?, porque si es de la buena es obligación cultivarla. El resto ojalá se lo comiera Rocinante y tu jumento. Tan sólo hay un libro de pintura y dos de música, señor. Son libros heroicos en esta lejanía Sancho…
Y esculcaban y esculcaban por uno y otro lado, sin dejar libro quieto. Parecen de nuestra época, señor. ¿Cómo así Sancho?. Sí, quiero decir que son viejos… Don Quijote obsesionado buscaba con denuedo. ¿Qué le ocurre, señor Don Caballero?, preguntó el gordo, lo noto muy ansioso. Estoy feliz Sancho, pero no encuentro mi libro favorito. ¿Cuál, señor?. ¿Acaso será de literatura?. Estás tibio Sancho. ¿Tal vez sea una novela?. Sigues tibio Sancho. ¿Española y de caballería, señor?. Exacto, ahora estás caliente Sancho… Y siguieron buscando. Prende el ventilador Sancho. Está prendido señor. ¿Qué tal que hubiéramos seguido para la tal alcaldía señor?. Hubiéramos cometido un gran error Sancho, allá tan sólo debe haber papeles inoficiosos de trampas legales, recibos, cuentas y facturas, falsificaciones con sello, dijo el de la mancha. Me hubiera mareado otra vez, creo que el olor de allá no es como el de guayaba. Según he leído es como mortecina y puede infectarle a uno los pulmones. ¡Señor, señor!, exclamó asombrado Sancho. ¿Qué está diciendo? Tengo la excusa de estar loco, Sancho, tranquilo, busquemos nuestro libro y dejemos a un lado ese tema tan escabroso. Y continuaron buscando el tal libro famoso de caballería, pero nada que lo hallaban.
Al fin Sancho lo vio y jubiloso le dijo a Don Quijote: aquí está el mejor libro de lengua española. Déjamelo ver Sancho, pronto. Afanado cogió el libro y lo hojeó, husmeando cada renglón. Qué desgracia, dijo el de la armadura, esta es una pésima versión y además es incompleta, pero es el único que hay. Preparémonos ahora. Sí, Sancho, tú con tu rucio yo con mi Rocinante. Debemos emprender el viaje de retorno pues esta no es nuestra comarca ni éste es nuestro imperio. Fueron conscientes de que un ruidito peculiar sonaba y ambos voltearon a mirar descubriendo a burro y caballo rumiando unos libros a lo que gritó Don Quijote: ¡Oh, Andando animales! Debemos viajar antes de que el mago Frestón nos fusile… Gritaba feliz el caballero y cundió los ánimos de su escudero, quien se quitó su sombrero y lo batió entusiasmado.
¡Vamos, vamos caballito!, decía el Don Quijote. ¡Vamos, vamos borriquito!, decía Sancho, el de la panza, y se metieron en el libro que tanto habían buscado.


Rumor de río, 2da Edición, Recopilación de Escritos publicados en El Pequeño Periódico. Magangué, Bolívar, Año 3 No.10. 1.984