El duermevela luminoso

Ángel Galeano Higua

(cuento)



Un ruido extraño me despertó a medianoche. Me senté en el borde de la cama y agucé el oído. Nada. No oía nada distinto al rum rum del ventilador. Alejandra dormía a mi lado. Me levanté y fui primero a la habitación de Ornela, nuestra hija, que dormía abrazada a Friend, su pequeño oso de peluche. Luego me dirigí a la sala, revisé la puerta que daba al balcón y la de la calle: todo estaba en orden. Me quedé quieto en mitad del salón, casi ahogando el trote de mi respiración. El paso de la sangre por mis venas sonaba sordo y persistente. Algo me decía que existía cierto ruido, como de arañazos sistemáticos, similar a cuando se pasa la uña varias veces por una hoja de papel o por una tela. Pero el sonido era muy leve, tan leve que me hacía dudar. Apresté los sentidos al máximo concentrándolos en mis oídos. Sí, ese ras ras ras existía, pero más que escucharlo con los oídos, lo asimilaba con mis presentimientos, con mi espíritu. Fui a la cocina muy despacio, midiendo en cada paso todos los terrores vividos hasta entonces y volviéndolos a sentir acabalgados a mi espalda. Hasta la fresca suavidad de la baldosa en mis pies desnudos me sobresaltaba. Abrí la puerta de la cocina con tal lentitud que más parecía querer mantenerla cerrada. Pensé que encontraría en el armario a algún gato lamiéndose los bigotes untados de leche o devorando uno de los pescados de la sarta que teníamos pendientes del techo. Pero en la cocina no había nada extraño. Entonces, tembloroso, salí al patio esperando lo peor, desafié las densas nubes del pedazo de cielo que nos correspondía y esculqué las más recónditas sombras de los rincones. Tampoco encontré nada que fuese la causa de mi inquietud. Más intrigado aún, crucé la sala hasta el corredor remirándolo todo. Busqué en el baño, detrás de las cortinas, en la claraboya… Por último, cuando creía que ya todo estaba mirado, caí en la cuenta de que todavía no había buscado en el estudio. Me sorprendía el hecho de no haber revisado allí antes que en cualquier otro sitio, dado que el estudio quedaba al frente de mi alcoba. Este descuido agitó de nuevo mi respiración e hizo que mis sentidos se alertaran aún más en mis oídos. Algo cayó al suelo en el estudio y ese golpe inesperado entró en mí como una escalofriante duda: ¿sigo o no sigo? Invadido por una emoción desconocida, sentía el torrente de mi sangre corriendo más veloz por las venas y a mi corazón retumbando como un tambor africano. Un ladrón, pensé, una rata. El viento en la ventana… No, no debe ser nada, me dije, y como si fuese a lanzarme a un abismo, entré al estudio.
Vincent estaba en el centro mismo del lugar con su caballete y un reguero de pinturas de mil colores salpicaba el piso y las paredes y su cabello y su ropa y su cara y el aire… Me miró un poco sorprendido, como un niño apenado de haber chorreado el recinto, pero prosiguió deslizando su pincel sobre el trigal. Había pintado en la ventana un sol amarillo bordeado de rojo, deslumbrante, que envolvía a Vincent en una mancha refulgente. Afuera era medianoche, pero Vincent trabajaba en un mediodía creado por él mismo. Yo alcancé a ver el lienzo con su corazón hinchado de sol entre los trigales. Vincent se puso su sombrero de paja, como un campesino boyacense, pero antes me dijo adiós con él, dándome a entender que quería seguir pintando sin testigos y regresé a mi cama con la sensación de estar dormido ya.
Al día siguiente, muy temprano, cuando volví al estudio, todo parecía pulcro, limpio, impecable. Percibía apenas un sutil olor a trementina. Pero al abrir la ventana para airear el lugar, descubrí que una diminuta mancha amarilla bordeada de rojo que se hallaba en el vidrio, rodaba como un disco de fuego y caía al piso iluminándolo todo.

_____

Tomado del libro «Palabras al viento»