octubre 2021


Ser adoptado como autor

Una experiencia reconfortante

Al pie de la portada en gran formato del libro, elaborada por el profesor Wilfredo Ochoa (Foto de Wendy, Fiesta del Libro)

La sorpresa fue grande cuando apagaron la luz y empezó la narración con voces juveniles que brotaban de la embarcación de cartón salpicada por el río encabritado- Estos diálogos previos a la acción me trajeron de vuelta esa historia que me sacudió hace poco más de 35 años en Magangué. Trece estudiantes de último año de la Institución Educativa “Asamblea Departamental” en Medellín, me enseñaron que “En la boca del cura” mantiene una vigencia indiscutible.

Escenografía de la embarcación «Doña Rosario», donde se desarrolla la historia.

Amparado en las sombras de aquel rincón de la biblioteca tomó forma la dolorosa página de nuestra sangrienta historia en la voz y actuación de estos jóvenes. Las luces, entre violáceas y anaranjadas de los bombillos ocultos, anunciaron la tormenta. Cayeron los primeros rayos que brotaron del parlante camuflado. Afuera también llovía sobre Medellín y los truenos retumbaban. La escena de las siluetas subiendo los pesados cajones llenos de libros, la biblioteca ambulante del Sur de Bolívar, despertaron en mí la ilusión de una película. Me emocioné al ver cómo aquellos muchachos se apropiaron del relato. Los disparos, el asalto, las sombras alevosas y los gritos abordando la embarcación. La valiente pero infructuosa resistencia de la capitana y la tripulación… Silencio en la biblioteca.
La historia se movía con el oleaje del Magdalena y los estudiantes largaban los parlamentos recordándome el viaje de aquel remolcador hundido por los grupos armados.

Con el profesor y sus estudiantes que montaron en teatro el cuento «En la boca del cura». (Foto Wendy, Fiesta del Libro)

Firmando el libro para una entusiasta profesora de la Institución. (Foto de Wendy, Fiesta del Libro de Medellín)

Al final, el aplauso. Las luces dejaron ver a los actores que regresaban de aquella travesía. A un lado, en la gran cartelera, una réplica en gran formato de la portada de “Fronteras de humo” elaborada por el docente Wilfredo Ochoa, una fotografía del autor junto a otras de varios niños y jóvenes leyendo el libro en la sede principal del barrio Buenos Aires, así como en la sede «León de Greiff». Dibujos a lápiz, mensajes y preguntas que los estudiantes plasmaron durante las últimas tres semanas de lecturas y reflexiones lideradas por la bibliotecaria Diana Uribe y los profesores de español y literatura.
Además de la experiencia con los lectores de este libro, de las inquietudes alrededor de mi biografía de Débora Arango y del oficio de periodismo cultural ejercido en EL PEQUEÑO PERIÓDICO, me llamó la atención la curiosidad que varios muchachos tenían de saber por qué alguien que hizo estudios de Ingeniería Eléctrica había tomado el camino de la literatura.
Ser adoptado por una institución educativa es, para un aprendiz como yo, uno de los mejores premios. El encuentro con la juventud es irremplazable, con ese ímpetu y atrevimientos, dudas y expectativas, constituyen una reconfortante lección para cualquier autor que tenga su mente y corazón abierto a las vibraciones de las nuevas generaciones.
Nunca imaginé que uno de mis cuentos recibiera el honor de ser representado por un grupo de estudiantes, como lo hicieron el viernes 22 de octubre, en un rincón de la biblioteca, los muchachos de la Institución Educativa “Asamblea Departamental”.

La conversación con estudiantes, profesores y bibliotecarios, ha sido una gran lección que recojo con gratitud. 

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Nota: El profesor César Augusto Londoño Henao elaboró un video de siete minutos, en el cual da cuenta del proceso de lectura vivido en la Institución antes de mi visita: https://www.youtube.com/watch?v=C0XTjJsvGok

En El Atisbadero

(Fotografías de Ángel Galeano Higua)

Si sabes el nombre de estas flores, por favor, compártelos.


Palabras del autor leídas durante la presentación de la novela «No miraré su rostro» en el marco de la Fiesta del Libro de Medellín, en su conversación con el escritor y columnista Esteban Carlos Mejía.

Con Esteban Carlos Mejía (Fotografía Bárbara Galeano Zuluaga)

No miraré su rostro puede ser la última batalla de un hombre contra el agravio. El repudio contra un destino impuesto de manera violenta. Es el último bastión de resistencia digna que le queda a una familia, a una comunidad contra la muerte no natural.

Ante la imposibilidad de resarcir la vida cortada de manera abrupta, sólo queda el acto poderoso de no mirar los despojos, porque así tampoco mira a los despojadores. De no reconocer, de no validar el desenlace fatal inducido. Es la acusación y la condena a la que tienen derecho los hijos de las víctimas. Y más que de víctimas de la violencia armada de cualquier grupo legal o ilegal, hablo de quienes son sacrificados “por accidente” y que no les es permitido el adiós, ni a sus deudos el duelo. Hablo de quienes sin estar enfermos siquiera, les es dictaminado el fin de su viaje por este planeta por un desconocido. De aquellos que son separados de su familia, de su comunidad para siempre, sin que nadie responda ante nadie porque la justicia es un mamarracho que sirve de comodín a los poderosos.

No miraré su rostro va más allá de un acto reivindicativo y silencioso, una forma interior de alimentarse para no sucumbir, de recogerse en un viaje interior necesario, sosteniendo el rostro vivo de aquellos seres que nos trajeron al mundo y no se nos permitió despedirlos. Una enfermedad tiene sus ventajas, por ejemplo, permite hacerse a la idea de que el paso por el planeta está en juego. Da tiempo para digerir una despedida, para celebrarlo como un viaje ineluctable. Pero cuando es un zarpazo lo que reemplaza a la enfermedad, no hay tiempo para el adiós… Se trata de otra enfermedad social más mortífera que cualquier otra infección o pandemia.

Mirar el rostro del padre, de la madre en el ataúd puede ser un acto de morbosidad, algo masoquista que incentiva el dolor y la resignación, con el cual el común de las personas se laceran y autoflagelan muy a la manera del dogma derrotista, del fanatismo.

¿Se debe celebrar la muerte violenta? En Colombia esa es la maldición. No hay noticia diaria que no se regodee con ella en todas sus formas. El hastío que produce tanta mortandad llegará a un límite que desbordará todo cálculo. Y los pregoneros de la maldad serán devorados por el mismo monstruo que echaron a andar.

Entonces llegará la oportunidad para la inteligencia, para los millones de colombianos que queremos reconstruir este país. El pesimismo quedará aplastado. Los odios que al mundo envenenan desaparecerán. Los tenebrosos amantes de la guerra perderán todos sus privilegios y quedarán a merced de esa verdad tan aplazada: “la ley de la compensación es inexorable”.

Estas y mil cosas más me embargaron cuando mi padre murió en una avenida de Bogotá y tres semanas después mi madre, que se negó a dejarlo solo por allá, en esas lejuras del cosmos. Ella murió por amor, dijo uno de mis hermanos. Ese aire le faltaba y se fue a respirarlo junto a su esposo. No pudimos hacerles duelo. Entonces no tuve paz y me vi obligado a corroborar quiénes eran mis padres, cómo era posible que se marcharan así, de esa forma. Quise saber muchas cosas más de ellos, cómo se conocieron, qué batallas tuvieron que soportar para criarnos a mí y nueve hermanos más. Me dediqué a esa indagación que aún no termina y no tuve otra forma de sobrellevar el desasosiego que escribiéndola. Es un pequeño ejercicio de la historia de una familia, de un barrio sometido al fanatismo, de una ciudad perdida en su propia búsqueda. Lo que vi, lo que creo que vi, lo que soñé y lo que perdí…

La escribí para mi hija Bárbara, pensando en que la memoria debe continuar su arado. Ella, que ha sido una de mis más grandes maestras de la vida, junto con Carmen Beatriz, su madre. Que me han dado las lecciones que nadie más podría darme… Y ahora con María Paz, la hija de mi hija, la vida se ha convertido en nuestra alegría más grande. Ellas tres son mi soporte fundamental, mis referencias más trascendentales. Me leen y me critican, me ayudan, me soportan y me dejan ayudarlas… ¿Cómo no dedicarles a ellas este ejercicio? ¿Y a mis hermanos, con quienes estuvimos unidos hasta el nefasto día y hoy constituimos una tribu dispersa?

Por supuesto ese viaje al pasado me estremeció, me mostró el valor, la dignidad, pero también la monstruosidad y la violencia dogmáticas que han reinado en nuestra sociedad. De eso estamos hechos y por eso es imposible una literatura, un arte, un pensamiento neutrales.

He escrito una historia hecha de varias historias, siguiendo a los personajes que se agigantaron, tomado nota de su viaje, de sus sueños y algarabías, de sus costumbres y resquemores. He intentado, como dice Onetti: “mentir bien la verdad”. Si lo logré o no, será cosa que el tiempo y ustedes, lectores incisivos, determinarán.

Medellín, octubre 1 de 2021, Fiesta del Libro – Jardín Botánico, Auditorio Aurita López.