febrero 2024


Más allá de la cordura ideológica

Jorge García Usta (*)1

Lo primero que yo tendría para decir es que el libro Rumor de río es el producto admirable –esta es la palabra, admirable- de uno de esos milagros (infrecuente como todo milagro) con los cuales se hace y se escribe, en simultaneidad parturienta, una forma de la historia que casi nunca es acogida en las grandes páginas, pero que tiene una importancia definitiva para entender un pedazo de historia de una región. Pero más que eso, prefiero decirlo de otra manera, más sentimental: para entender un pedazo de nuestras vidas. Y sobre todo para otorgarle a nuestra memoria uno de sus mejores alimentos: el de recordar.

Jorge García Usta. Contar historias más allá de los postulados «correctos». Sus palabras referidas a Rumor de río mantienen vigencia en el transcurso de los años.

Coincido, pues, plenamente con el epígrafe que nos introduce en el libro, una frase de Milan Kundera, que comienza por advertir que “Para liquidar a la naciones, lo primero que se hace es quitarles la memoria”.

Rumor de río y El Pequeño Periódico son obra primordial de Ángel Galeano Higua. Una obra revolucionaria en el sentido más ennoblecedor de la palabra: una obra que ha cambiado un fragmento, una zona o la totalidad de una realidad, comenzando por cambiar a su propio gestor.

Galeano se enfrentó con su propia vida diaria (y aquí no cabe exageración ni patetismo) a un proyecto en el que nadie creía, y muchas de cuyas características él mismo apenas intuía en el alba de la aventura. Aquí ni siquiera funcionaba la razón, esa virtud endiosada por cierta clase de revolucionarios; aquí, en cambio, funcionaba la pasión, el sentimiento, la intuición, virtudes que nuestro pueblo ha conducido a la categoría de requisitos del conocimiento y la sobrevivencia. El ansia de saber desplazó el ansia de mostrar, la obstinación rebasó el cálculo, la locura personal sobrepasó la cordura ideológica.

Pero sobre todo, se partió de una actitud, a menudo confundida o malinterpretada por los movimientos sociales o las individualidades destacadas: la humildad. La humildad ejercida por Galeano, y entendida como la búsqueda sin trampas del saber y como una derivación insistente del amor por algo, fue el argumento más convincente de este hecho cultural sobresaliente.

Quienes hemos trabajado en publicaciones de intención renovadora, en distintas épocas de nuestras vidas, nos enfrentamos a varios obstáculos que suelen ser monstruosos: la propia ignorancia del acto de escribir y de los géneros, los grandes problemas de la financiación y la circulación, la risueña incomprensión de los amigos, el enfrentamiento con una atmósfera que a veces no necesita ni siquiera ser hostil, puede ser indiferente. Si a esto sumamos que Galeano enfrentó estas y otras adversidades en un ambiente reacio a los más elementales beneficios de la civilización, podremos irnos acercando a la dimensión de estar proeza de la voluntad. O como dicen los gaiteros de San Jacinto, de esta necesidad de ser necios.

Cuando un ser se embarca en la peligrosísima aventura del cambio cultural, descubre que los cambios en la cultura (en la costra de las mentalidades y los hábitos) tienen una trascendencia, una prolongación y una exigencia que, con frecuencia, va mucho más allá del simple cambio de ideas políticas.

Creo, además, que aún estamos en el inicio de la valoración de lo que ha sido el periodismo como elemento del cambio social en nuestra región. Este durará mucho tiempo más. Pienso también, que por más esfuerzos que hagamos, aun no tenemos la perspectiva suficiente para entender la significación última de El Pequeño Periódico en una región como el Sur de Bolívar.

Quien quiera escribir la historia de Magangué en la última década, y la del propio Sur profundo, e incluso quien busque elementos para ampliar su comprensión de la nación en la década de los 80s, década de confusión, sangre y genocidio en extremo demenciales, tendrá que consultar El Pequeño Periódico.

Pero no es sólo el documento sostenido de la parálisis y la locura sociales que se apoderaron del alma nacional, bajo el fuego de las más oscuras, sorpresivas e impresionantes formas de la muerte. Es también y por encima de todo, un alegato por la vida, un documento del ánimo y el poder de construcción de cientos o miles de personas, que en medio de la penuria, la persecución y la incertidumbre, resisten. Es, también, una invitación a no olvidar. A que la memoria se mantenga como fuego, pequeño pero vivo.

Quien lea la historia de Ñañe, el arquero que voló. Quien lea la historia del cooperativismo campesino del Sur bolivarense, con aquel último párrafo premonitorio sobe la necesidad de la honradez intransable en el manejo de los dineros populares. Quien lea, desbordado de estupor, la historia de los Ávila, muertos por otra forma del totalitarismo. Quien lea la historia de la crisis de las salas de cine de Magangué, tendrá los argumentos indispensables para confirmar que estamos en presencia de una obra y un esfuerzo trascendentes para nuestra historia. Un documento al que tendremos que volver para profundizar en lo que pasó con nuestras vidas en una época que no logró matar un sueño, sino apenas lastimarlo.

___

  1. (*) Presentación del libro Rumor de río en la Biblioteca Bartolomé Calvo del Banco de la República de Cartagena, 25 de agosto de 1994. ↩︎

Cronista de una utopía

Ángel Galeano Higua

Testigo excepcional de la epopeya de “los descalzos” en el Sur de Bolívar, tuve el privilegio de enrolarme como cronista de este atrevimiento sin parangón en la historia de Colombia. Para testimoniar esta proeza, di vida a El Pequeño Periódico, tabloide que, a la postre, se convertiría para muchos en una formidable escuela.

Fue en los últimos años de la secundaria cuando me interesó contar lo que veía, a diferencia de la escuela primaria donde tuve que aprender a defenderme de los castigos inventando historias.

Estábamos tan mal equipados en el Instituto Técnico Distrital de Bogotá que el aburrimiento de tantas horas vacías se hizo insoportable y con varios compañeros comenzamos una campaña para tener biblioteca, laboratorios y talleres dotados con las herramientas y material adecuados. Queríamos estudiar, pero la desidia oficial nos lo impedía.

En esa atmósfera nos llegó el periodismo en forma de carteleras. Publicábamos testimonios y reclamos y nos valíamos de fotografías robadas a revistas y periódicos para ilustrar los reportes. Teníamos que ahorrar palabras para salvar dos límites imponderables: el reducido espacio y la brevedad de los recreos.

Cuando la poderosa alborada del movimiento estudiantil de los años 70 se desbordó por todo el país y líderes como Marcelo Torres y Alejandro Acosta clamaban por una educación nacional, científica y al servicio del pueblo, nuestras peticiones pasaron de las carteleras a la acción. (Foto: http://movimientoestudiantildecolombia1971.blogspot.com/2011/05/el-movimiento-estudiantil-del-71-y-la.html)

Cuando la poderosa alborada del movimiento estudiantil de los años 70 se desbordó por todo el país y líderes como Marcelo Torres y Alejandro Acosta clamaban por una educación nacional, científica y al servicio del pueblo, nuestras peticiones pasaron de las carteleras a la acción. Brotaron miles de volantes y un periódico clandestino que elaborábamos en un mimeógrafo prestado. Combinábamos asambleas y paros con manifestaciones callejeras y así alimentábamos el “Lea, piense y actúe”, nombre que le dimos a la octavilla. Creamos un comité estudiantil que en aquel entonces no era permitido, pero fue tan arrolladora su acogida que las directivas se vieron obligadas a reconocerlo. El Comité estimuló la creación de grupos de teatro, concursos literarios, presentaciones musicales y encuentros con otros colegios. Los delegados, elegidos en cada curso, eran los más destacados no sólo por su rendimiento académico, sino por su disposición crítica. El silencio impuesto tras varios años de autoritarismo, se rompió y el rector fue trasladado a otro plantel, superado por la efervescencia de la lucha estudiantil.

Imbuido por este espíritu crítico, ingresé a la Universidad Nacional a estudiar Ingeniería Eléctrica. Reinaba un ambiente efervescente de discusión política. Entre clase y clase asistí a las reuniones convocadas en la cafetería por un estudiante de último semestre con el propósito de echar a andar el periódico “Alta tensión”. Escribimos fogosos y sesudos artículos, pero no pudimos publicarlos por falta de dinero.

Durante una de las refriegas estudiantiles fui a parar a un salón del Concejo de Bogotá, donde se realizaba una singular reunión: algunos estudiantes compartían sus experiencias de viaje por diversas regiones del país: encuentros con cultivadores de café y caña, tabaco, sorgo y algodón, con mineros y pescadores del río Magdalena, músicos de gaita del Caribe y bailadoras del Chocó. Una potente revelación que me abrió un horizonte inimaginado. Después comprendí que aquel momento correspondía a los albores de una generación que se conocería como “los descalzos”.

Desde entonces no tuve sosiego. Una extraordinaria fuerza me incitaba a echarme el morral a la espalda e ir a esos lugares, conocer las historias de sus gentes y contarlas. Durante un largo cierre de la universidad me marché a Medellín. Quería continuar mis estudios en la Facultad de Minas y trabajar en el Inem “José Félix Restrepo”. Conocí a Carmen Beatriz durante una marcha del Primero de Mayo y mi vida entró en órbitas superiores. Además del flechazo, ella hacía parte de un torrente revolucionario en la Facultad de Medicina que planeaba crear un centro médico a orillas del río Magdalena, en el puerto de Magangué. A la cabeza de tal atrevimiento estaba el médico investigador Roberto Giraldo Molina. Con el corazón cautivado y el pensamiento volando en la gran aventura, me enrolé como cronista en esa empresa de sublimes locos, el intento concreto de “los descalzos” por construir, sin violencia ni discriminaciones, una nueva propuesta de sociedad más justa y digna.

Carmencita y Bárbara camino a Ciénaga de Oro Córdoba 1983 (Foto archivo)

Apertrechados con dicho sueño, Carmen Beatriz, nuestra pequeña hija Bárbara y yo, arribamos a Magangué en 1982. Nos recibió el anchuroso río Magdalena y un explayado cielo ensangrentado por el sol. Nos abrazó un calor endemoniado como de mil Comalas juntas. Me conmovía ver a Roberto Giraldo, Silvia Casabianca, Carmen Beatriz Zuluaga, Gladys Espinosa y Álvaro Garcés, lejos de sus comodidades en la ciudad, atendiendo a los pobladores del Sur de Bolívar que, desamparados de cualquier atención estatal o privada, acudían al Centro Médico de Especialistas acosados por sus enfermedades y dolencias. Niños y adultos eran atendidos sin discriminación por este infatigable equipo de profesionales de la salud. Practicaban exámenes de laboratorio cuyos resultados entregaban sin demora para que los pacientes venidos de muy lejos no tuvieran que repetir ese viaje tan largo y costoso. Algunos pagaban con un aporte voluntario.

Sesión educativa Salud – Palenquito – Sur de Bolívar – Carmen B proyecta diapositivas (Foto archivo)

La noticia de la existencia del centro médico corrió por la cuenca del Bajo Magdalena, entonces se organizaron brigadas de salud en poblados tan apartados que, para llegar con los microscopios y demás elementos necesarios, se requería una logística rigurosa y una coordinación detallada con varias semanas de preparación, que incluían chapolas impresas en el legendario taller de la Tipografía Prins. No conozco una experiencia semejante en el país. Como cronista de aquellas brigadas, testigo de semejante iniciativa, no tuve ninguna duda de mi compromiso de contarle al país sobre la existencia de esta maravillosa aventura humana, quizás única en nuestra historia nacional.

De manera simultánea se tejieron las circunstancias para que brotara una organización de campesinos que desembocó en una cooperativa tejida por los descalzos con paciente labor cuyos resultados, al cabo de los años, se plasmaron en beneficios materiales y culturales. Llegó a contar cinco mil afiliados en la cuenca que comprendía el sur de Bolívar, Sucre y Magdalena. Su crecimiento requirió de una embarcación propia, una bodega en Magangué, una red de tiendas y centros de acopio regados por la región. La cooperativa compraba las cosechas a precios justos y capitalizaba para crecer y llevar otros servicios como salud y cultura a sus afiliados. Ayudaba a regular los precios del mercado evitando que los campesinos fueran víctimas de los intermediarios. Callar ante esta formidable gesta hubiera sido imperdonable.

Comité campesino de Magangué- Coord. Manuel González 1986
(Foto archivo)

El mismo año de nuestra llegada, tuvimos la idea de crear El Pequeño Periódico, cuya primera edición apareció el 8 de septiembre de 1982, gracias a la guía de líderes como Liborio Pineda y Antonio Botero Palacios, David Ernesto Peñas en Mompox, Totó La Momposina y Javier Burgos Cantor en Talaigua, Jorge García Usta en Cartagena y Conrado Zuluaga desde Bogotá. El apoyo de los descalzos del Centro Médico, de Rosario Ricardo, Julio Castellanos, Eduardo Gutiérrez, el legendario Alberto Moreno y esa pléyade de dirigentes gremiales y sindicales del puerto. Los estudiantes del Liceo Vélez y otros colegios, como Lucía Quintero, Omar Basanta, Edwin Acosta y Miguel Romero Baldovino. Silvia Casabianca fortaleció el periódico con sus aportes editoriales y logísticos, escribió artículos sobre las injustas condiciones de vida de las mujeres y jugó un papel clave en la conducción de varias ediciones. Muchos profesores de la región hicieron del periódico un apoyo para su labor pedagógica. Y los comerciantes de La Albarrada, esa franja cosmopolita a orillas del río donde se tejía la red más densa y diversa de la economía regional, con protagonistas turcos, libaneses, palestinos, alemanes, italianos, entre otros.

Inspirado por El Pequeño Periódico nació el Club Infantil Los Fogoneritos, cuyos integrantes engalanaron con sus dibujos y pinturas los muros abandonados de Magangué y jugaron al asombro con títeres y celebraciones musicales. El equipo juvenil de fútbol vistió la camiseta del periódico y conquistó varios campeonatos bajo la batuta del profesor Héctor Comas. Con el apoyo del poeta, escritor y periodista Jorge García Usta dimos vida a la Fundación Cultural “Héctor Rojas Herazo” en el Salón de Los Espejos del Hotel Mardena, a orillas del Magdalena. En la sesión inaugural del capítulo de Cartagena estuvo el gran poeta de Tolú, que poco después publicaría su monumental novela Celia se pudre.

Jornada de pintura en murales de Magangué con el Club Los Fogoneritos y El Pequeño Periódico (Foto archivo)

Los lectores estaban allí, en las barriadas y veredas. Gracias a su entusiasmo organizamos una biblioteca ambulante que viajó por muchos barrios y caseríos. Realicé giras por varias ciudades solicitando libros, hasta tener más de mil que llevamos a los villorios más apartados en canoa, a caballo o en burro, y muchas veces a pie con nuestros morrales cargados de libros a la espalda.

Las sesiones del comité editorial eran auténticas jornadas de lectura crítica y escritura creativa alrededor de la vida cotidiana con el río como testigo. El comité editorial se convirtió en una escuela de reportería impregnada de atrevimientos y nuevos enfoques.

Cronista de una utopía. Presentación que el autor hace de su libro "Rumor de río" con motivo de la publicación de la segunda edición, 30 años después de su primera edición.
2o. Aniversario El Pequeño Periódico – Descalzos reunidos en Mompox. (Foto archivo)

La financiación del periódico siempre tuvo como base a los lectores, quienes lo compraban y difundían, y los anunciadores que se arriesgaron con sus avisos publicitarios. Reforzamos con campañas, bonos de apoyo, rifas, eventos y el servicio de asesoría editorial.

No sabría definir de otra forma a nuestro periódico sino como una necesidad nacida de una aventura sin precedentes en Colombia, protagonizada por una generación conocida como “los descalzos”, cuyo inspirador indiscutible fue Francisco Mosquera, el más versátil y revolucionario pensador político a quien tuve el privilegio de conocer durante un encuentro campesino en 1983, en las estribaciones de la Serranía de San Lucas, y con quien sostuve después varios encuentros para hablar de literatura y periodismo.

Hasta que la oleada criminal de guerrilleros y paramilitares, junto con los desatinos y complicidad de los gobiernos, enturbiaron la región y tuvimos que huir para salvar nuestras vidas. El país vivía un baño de sangre y terror. Todo se derrumbó: las brigadas de salud del Centro Médico de Especialistas fueron asaltadas por cuadrillas de la guerrilla. Algunos líderes de la Cooperativa, como Clemente Ávila y su hijo Lucho, fueron asesinados en la Serranía de San Lucas. La lista de los descalzos asesinados la encabezó Luis Eduardo Rolón, baleado por la espalda cuando ayudaba a construir un puente sobre el río Boque. La Unión Campesina fue amenazada. El Club Infantil, la Fundación Cultural y la biblioteca quedaron acéfalos. Los descalzos debieron abandonar la región cargados con esa brutal derrota y cada uno tomó el camino de su propio destino. El Pequeño Periódico, creado como herramienta para testimonio de aquella epopeya, también dio cuenta de esta dolorosa retirada. En 1990 regresamos a Medellín para empezar de cero y encontrarnos con una situación peor debido a la lucha contra los narcos. ¿Cómo no contar también sobre este repliegue trágico?

Taller teatro con el dramaturgo Henry Díaz V. de Medellín – Fundación Héctor Rojas Herazo y El Pequeño Periódico – Magangué (Foto archivo)

Gracias al entusiasmo de escritores como Mario Escobar Velásquez y Henry Díaz, periodistas e intelectuales que conocían el tabloide porque lo recibían por correo, El Pequeño Periódico renació en Medellín en 1992. Comenzamos una segunda etapa rica en experiencias de reportería urbana y alimentando una sección permanente para Magangué y el Sur de Bolívar. Dimos vida a la Fundación Arte y Ciencia y el Grupo Literario El Aprendiz de Brujo.

Con el cambio de siglo, cambió también el diseño y la diagramación gracias a Saúl Álvarez Lara, maestro del diseño gráfico y destacado escritor. Así, el periódico entró en una tercera etapa de modernización formal y de contenidos.

Este es, a vuelo de pájaro, el periplo de El Pequeño Periódico. De sus páginas nació Rumor de río, mi primer libro publicado (1993). Comprende una selección de escritos del periódico en la década de los 80. Hoy, treinta años después, entregamos su segunda edición, enriquecida con la presentación que hizo el poeta y escritor, Jorge García Usta (1994) en la Biblioteca Bartolomé Calvo del Banco de la República en Cartagena de Indias. El libro hace parte de una trilogía aún inédita (Años 90 y lo que va del siglo 21), además de los libros ya publicados en 2012: Perfil de Mujer y La última página.

Los textos que constituyen esta segunda edición de Rumor de río pueden considerarse testimonios de una época, incluido el generoso Prólogo que el periodista J. Leonel Giraldo escribió para la primera edición. Pinceladas de un enorme cúmulo de aprendizajes en el viaje hacia la memoria de un país que sueña con salir de la caverna, para conectarse con el mundo moderno y transitar su propio camino.

Ángel Galeano Higua

Altamira, Medellín, noviembre de 2023